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LULA DEL RÍO
“La Simiente Celeste”
Autor: Juan Pablo Martínez Rubio
El año de nuestra salvación de 1.499 vino a Granada el Arzobispo Cisneros. Entró bautizando a todo el mundo a golpe de hisopo. Yo ya era cristiana y no me tocó pasar por esa humillación porque lo que está mal no está bien, cualquiera sea la fe que uno tiene. En contra de lo prometido convirtió la mezquita Mayor del Albaycín en Iglesia de San Salvador, y no pudiendo aguantar más los albaycineros se amotinaron en vísperas de Navidad (mi familia no lo hizo por miedo al desarraigo y la pérdida de la alfarería), dieron muerte al alguacil Barrionuevo por abusar de su cargo y pusieron cerco a Cisneros, que no se hubiera salvado si no acuden en su ayuda el conde de Tendilla y el mismo Arzobispo de Granada.
Por temor a las represalias marchamos muchos albaycineros, unos en dirección de las Alpujarras, y mi marido y Yo hacia Guadix, porque tanto en Guadix como en Baza teníamos parientes y habíamos perdido la esperanza de sacar adelante la alfarería en esta ciudad tan llena de agitación, ni aún siendo cristianos.
Llegamos a Guadix cuando los almendros estaban en flor y era hermoso contemplarlos; pero el frío era también muy intenso en el camino y en la ciudad.
En estos desplazamientos no teníamos ninguna dificultad para entendernos, ya entre moros o entre moros y cristianos, porque aunque cada uno teníamos nuestro propio idioma todos hablábamos y nos entendíamos en la algarabía, que era una mezcla de árabe dialectal y romance.
Nuestros parientes de Guadix nos pidieron que nos quedáramos allí, y lo hicimos sólo hasta que pasó el invierno porque no era muy grata la acogida, a pesar de que los primeros días estaban sólo por ayudarnos; pero mi marido y Yo comprendimos que, cuando vieron que habríamos de quedarnos en su casa por no tener donde ir, no estaban muy dispuestos a seguir ayudando indefinidamente.
Cuando los fríos aminoraron un poco decidimos continuar hacia Baza porque nuestros parientes bastetános nos habían enviado durante el invierno dos mensajes ofreciéndonos su hospitalidad.
Llegamos a Baza a final de Abril, una buena época para poder trabajar porque hay por delante muchas semanas en las que no faltan posibilidades en las faenas del campo si se quieren hacer. Mi marido y Yo no teníamos un gran conocimiento del trabajo del campo; pero mi familia nos orientó y estuvimos haciendo las faenas de la huerta y luego las de la siega hasta final de Agosto.
Nos dijeron que en todo el Valle del Almanzora había mucho trabajo en los meses siguientes vendimiando la uva de los muchos parrales de aquel valle, y nos fuimos en dirección al primer pueblo importante, que era Serón, y allí estuvimos echando jornales en sus huertas hasta que en Octubre se produjo una gran revuelta que afectó a muchos pueblos del valle, como Serón y Tíjola y a otros de la Sierra de los Filabres. Yo tenía sólo veinte años y mi marido poco más; pero ya habíamos sufrido mucho por culpa de las diferencias religiosas.
También la mezquita de Serón había sido convertida en iglesia, y aunque cristiana, Yo no dejaba de reconocer las injusticias que se cometían a mí alrededor con otras gentes.
Yo era cristiana por amor a mi marido (cristiano viejo), y el resto de mi familia lo había sido por la alfarería que acabamos abandonando. Pero en nuestra intimidad mi marido y Yo hablábamos con sinceridad de corazón y él sabía que, en mi alma, Yo seguía siendo mora, que era la fe con la que nací. Por eso a los dos nos dolían los atropellos que cometían los cristianos con los moros en nombre se su fe.
El final de las faenas de la vendimia coincidieron con la vuelta al orden en todo el valle, y en aquel pueblo no nos ofrecían muchas oportunidades para el invierno, por lo que decidimos seguir el curso del Río Almanzora hacia el mar, pues según nos informaron, cuanto más abajo el clima era más suave y había mayores posibilidades de encontrar trabajo aún en los meses más fríos del invierno.
En el pueblo de Ulula encontró mi marido un trabajo que no dependía de las estaciones, que consistía en la manipulación de la piedra de mármol que se obtenía de otro pueblo de la sierra, llamado Macael. Aquí el trabajo era muy duro porque había que realizar el movimiento de bloques de piedra empleando la propia fuerza y la ayuda de unos palos que se usaban a modo de palancas o de parihuelas.
Yo encontré también la posibilidad de ganar unas pocas monedas y estar alimentada, ayudando en las faenas domésticas en una casa principal del pueblo.
Cuando pasó el invierno estuvimos dudando si quedarnos en este pueblo con un trabajo fijo, pero muy duro, o dejarlo y volver a trabajar en el campo. Decidimos quedarnos y construirnos vivienda, pues el invierno lo pasamos alquilados en una habitación.
Al final del verano teníamos nuestra casa preparada para pasar en ella el invierno; una casita muy pequeña, pero muy acogedora.
Fue entonces cuando nos preguntamos por qué no teníamos hijos; pero no había respuesta; hasta aquel momento el quedar embarazada hubiera sido un problema, pero habiendo encontrado una cierta estabilidad, descubrimos que nos faltaba algún hijo en nuestra casa, y nos dedicamos con afán a buscarlo. Durante el invierno y la siguiente primavera no apareció ninguna señal de embarazo, a pesar de nuestro gran interés.
Al mismo tiempo Yo aguantaba el acoso a que me sometía, cada vez con más ahínco, el hijo de los señores donde Yo servía; pensé que el no quedar embarazada era a causa de alguna falta en mi cuerpo o en el de mi marido, y para conocer la verdad, sólo por eso, me dejé seducir aquel verano, y quedé embarazada.
A mi marido no tuve que dar ninguna explicación, sino participar de su alegría al saber que nos llegaría un hijo finalmente. Tampoco en mis confesiones periódicas con el sacerdote, llegué nunca a confesarme de una cosa que Yo no encontraba mal. Sólo fui seducida por mi deseo de dar un hijo a mi marido; y tuve la suerte de que aquel hombre no me acusó nunca después, bien cierto que después del parto dejé de trabajar en aquella casa, y él se casó y marchó a vivir a Purxena, un pueblo próximo a Ulula, río arriba.
Llegó nuestro hijo y Yo veía claramente en él los rasgos de su padre pero también me esforzaba en buscar algo en que se pareciera a mi marido y resaltarlo ante él. Creo que nadie en el pueblo, salvo Yo misma, conocía al verdadero padre de mi hijo; al menos nunca tuve insinuación alguna por parte de nadie.
Años después pude confirmar a través de mis propias reflexiones, lo bien que hice en quedarme preñada de aquella forma, pues mi marido agotó su vida muy pronto en aquel trabajo tan duro y quedé viuda sin haber llegado aún a los cuarenta años. Aquel hijo, que estaba cerca de sus veinte y que poco después se casó con una hija de agricultores del pueblo, fue el apoyo moral y físico en mis años más felices, después de una vida tan agitada, y cuando Dios quiso, a una edad avanzada, me llevó consigo.
Sacado de Internet por Juan Sánchez—2.014.
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