Autor: Don Francisco Jiménez Casquet.
Transcribe: Juan Sánchez Sánchez.
Todavía conoce la
actual generación (Se refiere a los años 50) el pintoresco modo se cumplir
promesas mediante la celebración de lo que llamaban “La Velica”, acto
semireligioso y semiprofano, que consistía en pasar una noche entera alrededor
de la imagen de la Virgen o del Santo de su devoción, situada en un improvisado
altar que se montaba en casa de quien lo organizaba, adornado con colchas,
cuadros y cuantos enseres domésticos contribuían a hermosear el recinto en que
se había de celebrar. Desprendía un profundo olor a cal de la empleada para su
reciente blanqueo, resaltado todo con focos de energía eléctrica que
contrastaba con la tenue luz arrojada por las velas y mariposas que servían
para completar el adorno del altar levantado para honrar al Santo o a la Virgen
que patrocinaba el acto.
La previsión de la
siempre nutrida concurrencia obligaba a recolectar las sillas de las casas
vecinas que, alineadas unas junto a otras, servían de reposo a lo largo de la
agitada noche donde se alternaba el baile –amenizado casi siempre con el
acordeón de Pepe Carrillo-, con las copas de aguardiente o de vino con que se
obsequiaba a la concurrencia.
La invitación al
acto se generalizaba a casi todo el pueblo, con aviso que casa por casa iban
haciendo, los familiares del celebrante con este repetido mensaje:
-Esta noche se celebra una “Velica” en casa de …….(Nombre de
la persona que hacía la celebración.
Ya bien entrada la
noche, iban apareciendo los familiares, amigos y convecinos, abundando los
jóvenes de ambos sexos que aprovechaban la velada para “pelar la pava” o para
cortejar a la dama de sus preferencias.
“Pelar la pava”: Es
una expresión que se emplea para señalar el acto en que los novios hablan
cuando están solos; si están acompañados, hablan en voz baja.
El acto solo tenía
de parte religiosa la contemplación de la imagen situada en el improvisado
altar, así como el sacrificio que, para los menos, suponía pasar una noche sin
dormir. Para la juventud era un motivo de distracción y de pasar la noche
bailando, en época en que ni siquiera se presagiaba la posibilidad de que
surgieran las “discotecas”.
………..
Hemos hecho
referencia a las “Velicas” porque, volviendo a nuestra historia, una de ellas
se celebraba en la casa de una antigua sirvienta de la familia de Elisa y dio
pie a que se encontraran, nuestros protagonistas. Con tal motivo tuvieron
ocasión de pasar juntos aquella memorable noche, en la que, con extrema
discreción, y apenas sin cruzar palabras, se puso de manifiesto el cariño que
la pareja se profesaba.
Convencido Ramón de
que sus relaciones iban a ser aceptadas, sin dejar de temer la viabilidad de
realizar sus sueños debido a las diferencias de clase que les separaba, se
decidió a pedirle relaciones en la forma en que entonces se empleaba, por medio
de una carta amorosa que, tal vez tomando párrafos de unos libros que
circulaban como modelos de tales misivas, decía textualmente:
-“Queridísima
Elisa: Mi cariño hacia ti es tan grande, que no concibo mi existencia si no soy
correspondido con el tuyo”- “Comprendo que no tengo méritos ni posición
suficiente para aspirar a tal chica”. “Yo te prometo superarme hasta conseguir
con mi trabajo un porvenir que, aunque no tan elevado como mereces, sea lo
suficientemente digno para que juntos podamos ser felices”. “No me importa el
tiempo que haya de transcurrir, ni mucho menos los esfuerzos que haya de
realizar” “Todo lo podré superar si cuento con que tú me correspondes” “Por lo
que más quieras, dime que sí, o dame un rayo de esperanza y me harás el más
dichoso de los hombres”
“Siempre
tuyo: Ramón.”
La dificultad
estribaba ahora en encontrar el medio de que la carta llegara a manos de su
amada niña, sin que pasara por la censura de la familia de ella que, de ser
así, impediría, con toda seguridad, que llegara a su destinataria.
Al fin, echándole
valor, se decidió a abordar a la sirvienta en cuya casa se había celebrado la
Velica, que seguía visitando casi a diario a sus antiguos señores.
-“Antonia ……, no sé
como decírtelo; tengo una carta para Elisa y quiero que llegue a sus manos”
-¡Por Dios Ramón!
No me pongas en esos compromisos. Ya me di cuenta de que mucho os mirabais la
noche de la Velica y sospecho que Elisa te corresponde; pero si me descubren se
cerrará para siempre la casa de una familia a quien tanto quiero y a quien
tanto debo. No conoces bien el genio y
el orgullo de Don Juan.
Los reiterados e
insistentes ruegos de Ramón, que gozaba del afecto y estimación de cuantos le
trataban, consiguieron que Antonia se hiciera cargo de la carta para llevarla a
su destinataria. La introdujo en el bolsillo de su mandil y tocándose con un
negro mantón, se dirigió a la casa de sus antiguos señores, donde su presencia
nada extrañaba, las visitas se realizaban casi a diario.
Acababa de
oscurecer cuando Antonia subía las escaleras de mármol de la casa.
Se dirigió hacia la
habitación que hacía de gabinete a la
familia, donde, tras una amplia ventana adornada con visillos, estaba sentada
doña Luisa haciendo cadeneta, auxiliada de gafas colocadas a media nariz.
Frente a ella, su hija Elisa bordaba primores en blanquísima tela.
Hizo su entrada la
sirvienta con el saludo que le era habitual:
-
A la paz de Dios, señora-
-Dios te guarde,
Antonia. ¿Cómo siguen tus chavalillos?-
-Muy bien,
devorando la fruta que ayer me mandó usted-
Se había situado
Antonia un poco a la espalda de Doña Luisa, frente a la jovencita que vio nacer
y crecer y a la que entrañablemente quería.
Aprovechando que la
señora seguía ensimismada en sus labores, comenzó a hacer señas a Elisa,
doblando repentinamente la cabeza hacia la derecha, indicándole que saliera de
la estancia.
Suspendió Elisa sus
bordados, comprendiendo la insinuación, y, puesta en pie, dijo a su madre:
-Voy a beber agua-
-Espera- dijo
Antonia – yo misma te la traeré.
-No, no….yo iré-
Salieron ambas del
gabinete y adentrándose en las habitaciones del servicio, cuando comprendió
Antonia que Doña Luisa no las veía, ni las podía oír sacó la carta y alargando su mano hacia la niña,
le dijo:
-
Toma , preciosa, me la ha dado Ramón para ti-
La joven se puso roja como una amapola; pero alargó
presurosamente la mano y se hizo con la misiva.
Poco después, con
los pómulos aún enrojecidos, salió Elisa con un sobre en sus manos y
alargándoselo a Antonia, sin cruzar con ella palabra alguna, se volvió
corriendo hacia la habitación donde su madre proseguía, ajena a la maniobra,
tirando del hilo y del ovillo, mientras que, con sus ya arrugadas manos, agitaba
la aguja que formaba un precioso encaje, más tarde empleado en adornar prendas
femeninas.
Antonia introdujo
el sobre en el bolsillo para llevarlo a su destinatario y volvió al recinto
donde estaba Doña Luisa, de quien se despidió, un tanto nerviosa, con estas
palabras:
-Bueno, me voy a
hacer unos mandados-
Y bajando
apresuradamente la escalera, salió a la calle en dirección a su casa.
Ramón, que había
seguido sus pasos aprovechando la oscuridad de la calle, se paró junto a ella,
mientras su corazón latía con ritmo tan acelerado que parecía querer salirse
del pecho.
Sin cruzar
palabras, Antonia depositó en sus manos la carta y siguió su camino.
El joven corrió
hacia su casa. Subió las escaleras de la cámara y auxiliado de la vela que le
servía de alumbrado, abrió el sobre y leyó su contenido que, con clara letra
femenina, decía:
-“ Ramón: Yo
también te querré siempre.- Elisa”
LA CARNE
ES DÉBIL
Insuperables
dificultades encontraba Ramón para seguir comunicándose con Elisa.
Antonia, temerosa
de ser descubierta, se negaba sistemáticamente a servir de correo de la pareja.
Pero como el amor
se reviste de un valor insospechado, sobre todo cuando se sabe correspondido,
ya no ocultaba su dicha y paseaba con frecuencia los alrededores de la casa de
Elisa, hasta el punto de que para muchos se estaban poniendo al descubierto sus
pretensiones. Y hasta hubo quien observó que entre él y Elisa se cruzaban señas
a través de las encristaladas ventanas de la joven.
¡Cuánto envidiaba el amante la suerte de
aquellos novios que tenían fácil acceso a sus relaciones! Y más aún, a aquellos
que, a través de la reja, pasaban largas horas de la noche arrullando sus
cuitas. Rememoraba, para sus adentros, aquella vieja canción que decía:
“Niña, asómate a la reja
que te tengo que decir
un recaito a la oreja”.
Pero las
dificultades de nuestros amigos parecían insuperables.
Los rumores
llegaron a oídos del orgulloso padre de la joven, dueño de cuantiosa fortuna,
paladín de la política local e imbuido de sueños de grandeza, quien al conocer
la noticia por alguien que, indiscretamente, con él la comentaba, sólo dio la
siguiente respuesta:
-“No se hizo la miel
para la boca del asno”-
Decidió Ramón
resolver aquella situación insostenible. Y un día, armándose de insospechado
valor, aguardó la salida de Don Juan que, apoyado en su elegante bastón, se
dirigía hacia el Casino. Y colocándose frente a él, cortándole el paso, le
dijo:
-“Don Juan. Yo
quisiera hablarle……”
No le dio tiempo a
terminar la frase:
-“¡Apártate,
insensato! ¡Que ésta sea la última vez que me diriges la palabra! ¡Nunca más te
acerques a mi casa….!”
Y enarbolando el
bastón continuó:
-…..si no quieres
que el bastón te lo rompa en la
costillas”
Nuestro Ramón se
quedó de una pieza. Se apartó del camino del enfurecido “señor de horca y
cuchillo”, que siguió su camino vociferando frases ininteligibles para nuestro
protagonista.
Aquello no podía
continuar así. Volvió Ramón sobre sus pasos y se dirigió presuroso hacia la
casa de Antonia.
Lloraba como un
niño, le contó lo sucedido. Y después de muchos ruegos, compadecida ella de la
pena de Ramón y, a la vez, convencida de que su amada niña estaba también
locamente enamorada, accedió a facilitarles una oculta entrevista entrevista en
su propia casa.
Aprovechando una
ausencia de Don Juan, a la hora previamente convenida, salió Elisa de su casa y
se dirigió a la de Antonia, donde a nadie podía extrañar su presencia.
Ramón esperaba
impaciente la llegada de su novia. Y no bien entrara ella, entornando Antonia
discretamente la puerta de la calle, se arrojaron ambos con los brazos abiertos
y se fundieron en un abrazo, entre gemidos de los enamorados, de los que
también participaba la improvisada Celestina.
Las entrevistas
fueron menudeando, tal vez con más intensidad de lo que la prudencia
aconsejaba.
Las ausencias de
Elisa no eran apreciadas en su casa. Aparte la ingenuidad de su madre, ajena a
la existencia de aquellas relaciones amorosas, pasaban igualmente
desapercibidas por el padre, quién siguiendo su inveterada costumbre, después
de la cena, se marchaba al Casino, donde permanecía durante un espacio de dos o
tres horas.
El lugar propicio
para la cita de los amantes seguía siendo la casa de Antonia, que cuidaba de
acostar bien temprano a sus pequeños hijos y ausentar discretamente a su
marido.
Y, como la
naturaleza es débil y la carne flaca, aquellos íntimos contactos pasaron a
mayores y dieron pie a que, una vez más, se cumpliera la letra del conocido
dicho:
“El
hombre es fuego
y la
mujer estopa.
Llega el
diablo…. Y sopla.”
Lo cierto es que,
al poco tiempo, Elisa quedó encinta.
He aquí el problema
de aquella infeliz pareja.
(No queremos hacer
un canto a la incontinencia de los enamorados). No tenemos la menor duda de que
ello fue debido al orgullo e intransigencia del padre de la joven.
La madre, Doña
Luisa, bendita mujer que largos años viniera sufriendo las brusquedades de D.
Juan, hubiera accedido fácilmente a aquellas relaciones y hubiera dado paso a
legalizar la unión, antes de que el desgraciado hecho se pusiera al
descubierto. Pero la previsible postura del padre era la de ser irreductible.
La solución era
fugarse. Al fin y al cabo, era harto frecuente en el pueblo la noticia de que
se habían ido unos novios.
-
“No me importa seguirte”- decía Elisa- “Soy menor de
edad y mi padre nos buscará en el centro de la tierra para satisfacer su
venganza”.
-“¿ Qué hacemos
entonces ?- decía Ramón.
-Márchate tú donde
nadi lo sepa. Yo superaré las dificultades y te esperaré siempre -.
Poco airosa es la
solución que me brindas. ¿Cómo voy a permitir que seas tú la única que sufras
las consecuencias? Además, ¿no es obligación mía atender, en su día , los
cuidados de un hijo nuestro que ya late en tus entrañas?.
-
Sí, sí; pero no es posible otra cosa. Conozco bien a mi
padre. ¡Por nuestro cariño, por lo que más quieras, aléjate del pueblo y no
vuelvas en largo tiempo!.
Ramón, no sin pasar
vergüenza y haciendo un denonado esfuerzo, relató a su abuelo lo ocurrido y le
pidió consejo sobre cúal debía ser su actitud.
El prudente viejo,
uniendo su experiencia al enorme cariño que profesaba a aquel nieto, conocedor
también de la irreductible soberbia de D. Juan, coincidió con el criterio de
Elisa y aconsejó a Ramón que se ausentara.
-
Márchate a la Argentina. Allí tenemos familia que
emigró hace años y ellos podrán ayudarte. Para que tu paradero no sea conocido,
no escribas siquiera. Si algo nos ocurre, te lo comunicaré a través de la
familia allí residente -.
Ante aquella y
otras razones, Ramón tomó la decisión que Elisa le aconsejara. Reunió los
ahorros que su trabajo le había proporcionado, suficientes para costear un
viaje transoceánico. Y….una noche cuando el pueblo dormía, salió de su casa con
un pequeño equipaje y nadie supo cual fuera su paradero. Solo los que conocían
a fondo intuían que aquellos amores habían dejado huella tan profunda que los
protagonistas nunca podrían olvidarlo.
Sin saberlo, ambos
hacían honor al conocido cantar del pueblo gallego, que dice:
“La raíz del tronco verde
es difícil de arrancar.
Los amoriños primeros
Son dif´cil de olvidar”
VERGÜENZA PÚBLICA
La inesperada
desaparición de Ramón comenzó a dar pie para que se produjeran en el pueblo
comentarios de todos los gustos, que instintivamente los relacionaban con la
reiterada ausencia de Elisa de todo lugar público, incluso de las misas del
domingo.
Toda pálida y
ojerosa, con frecuentes vómitos, preocupó a los padres, que la creían afectada
de alguna enfermedad del estómago.
Ningún signo
ostensible de embarazo presentaba, porque ella lo disimulaba enfajando su
vientre.
A pesar de las
protestas de la joven, decidieron requerir la asistencia del médico del pueblo
que, tan pronto la hubo reconocido,, descubrió la natural dolencia que le
aquejaba.
Pidió a los padres
que lo dejaran sólo con la presunta enferma. Y, después de íntima conversación,
aquella confesó su estado.
El médico, sin
recetar medicación alguna aconsejó, tan sólo, una prudente dieta y abandonó la
casa de Don Juan sin atreverse a descubrir el caso, por conocer la reacción que
habría de producirse en aquel personaje de tan frecuentes y bien conocidas
actitudes violentas.
Volvió en días
sucesivos, hasta que, al fin, se decidió a descubrir a Doña Luisa cuál era la
razón de las dolencias que aquejaban a su hija.
La desgraciada y
débil madre prorrumpió en amargo llanto y su reacción fue correr hacia el lecho
donde Elisa reposaba. Y, sin fuerzas para poder siquiera recriminarla, cayó de
bruces sobre la cama de su hija, la estrechó entre sus brazos y juntas lloraron
amargamente sin cruzar palabras.
No conocemos el
medio que aquellas mujeres adoptaron para informar a Don Juan de lo que
ocurría.
Lo cierto es que,
un memorable día, la casa apareció cerrada y sus ventanas no fueron abiertas.
La sirvienta que
las acompañaba y que al amanecer acudía a prestar sus servicios domésticos, no
obtuvo respuesta a sus repetidas llamadas.
El vecindario
comenzó a preocuparse de aquel mutismo, y sospechó que pudiera estar
fraguándose alguna tragedia.
Cuando ya se
disponían a solicitar los auxilios de un carpintero que descerrajara la puerta
principal, apareció Don Juan en la puerta falsa, por donde se tenía acceso a
las cuadras. Con cara de cadáver tiraba de una mula, previamente aparejada,
sobre cuya albarda había colocado una silleta de madera, que eran empleadas
para sentar en ella a las mujeres cuando se desplazaban en aquel usual medio de
transporte.
Don Juan ató la
mula en la anilla de hierro colocada junto a la puerta de entrada a la casa y,
sin decir palabra ni mirar a su alrededor, se volvió a introducir en la casa
por la puerta falsa.
El grupo de
curiosos, se iba nutriendo por momentos.
Poco rato después
se abrieron con violencia las dos hojas de la puerta y apareció, energúmeno,
desplazando a empujones el cuerpo de la hija, con las manos atadas a la
espalda, a quién dirigía, con grandes voces, los más groseros improperios.
La alzó sobre la
mula y la dejó sentada en las tijeras.
La cabeza de Elisa
caía sobre su mismo pecho con los ojos cerrados por única defensa, sin que sus
atadas manos pudieran cubrir aquel hermoso rostro cubierto de lágrimas.
Desató el animal.
Cogió por su extremo el ronzal e inició el funesto recorrido, dando enormes y
desaforadas voces:
-“¡¡ Aquí tenéis a
la desvergonzada !! - ¡¡Que la ira de Dios y la vuestra caiga sobre ella !! –
El balcón de la
casa se abrió violentamente. En él apareció Doña Luisa que, con las manos
sujetando su cabeza, sólo decía en ahogados gritos:
-
¡¡¡ Hija….hija mía !!!
Los que
presenciaban el repugnante espectáculo no daban crédito a lo que estaban
contemplando.
Todos, con un
elocuente silencio, recriminaban en su fuero interno aquella bochornosa
procesión y comenzaron a apartarse de su recorrido.
Don Juan, con
expresión de loco furioso, seguía recorriendo las calles del pueblo,
vociferando aquellas o similares expresiones con las que había comenzado.
A sus gritos,
grandes y pequeños salían a las puertas de sus casas y, asombrados, no se
atrevían a apagar las iras de aquel degenerado padre.
Terminado el
recorrido, que llevó a cabo en elocuente y solitario cortejo, bajó a la joven
de la caballería y volvió a introducirla en su casa con iguales actos de
violencia.
Se volvieron a
cerrar las puertas, por las que a ninguna persona extraña le fue permitido
franquear.
No había
transcurrido un mes, cuando, un atardecer, el médico fue llamado
apresuradamente.
Elisa se encontraba
a las puertas de la muerte, con una hemorragia que no podía ser detenida.
Malas lenguas
corrieron por el pueblo que Don Juan
había obligado a su hija a provocar el
aborto con remedios caseros, que acabaron con un fatal desenlace.
El médico, no
sabemos si por obligado deber profesional o por temor a represalias del
cacique, sólo se limitó a certificar la defunción de la joven, sin conseguir
que hiciera comentario o denuncia sobre las verdaderas causa de aquella inútil
muerte.
El cuerpo de la
joven fue trasladado al Cementerio. El padre no iba en el cortejo; el más
concurrido y silencioso de los que el pueblo había conocido.
Doña Luisa daba
inequívocas muestras de haber perdido el juicio. Y cuentan los que vivieron
aquellos trágicos días que sus lamentos se escuchaban, hasta en las más
alejadas casas del poblado.
Más tarde, Don
Juan, apartado para siempre de la convivencia social, mandó construir una suntuosa
sepultura en el lugar donde su hija había sido enterrada.
Ni él ni su esposa
fueron enterrados en el mismo sarcófago.
Después de su
muerte, se supo que en el testamento había consignado a sus herederos:
-
“También ordeno que persona alguna sea enterrada en la
tumba que he mandado construir en el Cementerio
Municipal, donde recibió sepultura el cuerpo de mi desgraciada hija”.
VUELVE EL EMIGRANTE
Pocos años después
de la muerte de Elisa, cuando todavía vivían los padres de aquella inocente
víctima, se detenía en la Venta la diligencia que hacía el servicio de viajeros
desde Baza hasta Albox.
De ella descendió,
con nutrido equipaje, nuestro Ramón, que volvía de América donde, con gran
suerte y no menores trabajos, había conseguido forjar una gran fortuna, en
cuantía que tal vez superara a los más ricos del pueblo.
Volvía con la gran
ilusión de poder hacer suya a la mujer de sus sueños, de la que ya no le separaban diferencias sociales, al menos
en lo económico.
Nada sabía de la
tragedia acaecida.
Cuando, rodeado de
su abuelo, su padre y sus hermanos, conoció lo sucedido, estuvo a punto de
volverse loco.
Enfurecido,
empuñando el arma que le había servido de protección en los largos y angostos
caminos que le llevaron y le trajeron de la emigración. Y dispuesto estaba a
vengar a su amada con la muerte de su cruel padre, cosa que no logró realizar,
gracias a la fuerza bruta empleada por los suyos para contenerle y, más tarde,
por la persuasión y consejos de su querido abuelo y de su entrañable padre:
-¿ Quieres manchar
nuestro nombre?- ¿Conduce a algo la
venganza, cuando ya tu destino no tiene remedio?. ¿No es mejor el perdón y el
olvido de las afrentas, para satisfacción de la que, desde el Cielo, te seguirá
queriendo?-
Loco, desesperado,
ya desarmado, Ramón se deshizo de los que por la fuerza le sujetaban. Y,
corriendo como un gamo, atravesó desencajado las calles del pueblo; cruzó la
carretera en dirección al Cementerio y saltó sus tapias, después de pretender
forzar, sin conseguirlo, la enorme puerta que sirviera de entrada.
Como guiado por el
instinto, se dirigió hacia la tumba más suntuosa del recinto, situada en su
centro y cayó de bruces en el suelo, apoyando su cabeza en el frío mármol del
sarcófago. Envuelto en un mar de lágrimas, pronunciaba sin cesar el nombre de
Elisa.
Allí permaneció
horas y horas. Y tal vez hubiera cumplido su deseo de encontrar la muerte para
volar junto a la amada, si es que la familia de Ramón, que supo a donde se
dirigía y que, prudentemente, respetaba su pesar y estimaba aconsejable aquel
desahogo, no juzgara ya oportuno apartarle del fúnebre lugar, para reintegrarle
a la casa solariega.
Sostenido por ambos
lados, lo condujeron a través del pueblo, tirando de él como si estuviera
ebrio, con el pelo sobre la sucia cara llena de barro formado por la mezcla de
tierra y lágrimas.
Las mujeres que
desde sus puertas y ventanas presenciaban el doloroso espectáculo, se sumaban
al llanto del desgraciado emigrante, algunas con gritos desgarradores, entre
los que se mezclaban los aterradores suspiros de Doña Luisa que, con el juicio
perdido, no cesaba de llamar a la hija que se había ido para siempre.
Conducido Ramón por
su deseo a la casa del pueblo donde había nacido y crecido cuando aún estaba
lleno de ilusiones, permaneció echado en su viejo catre, recibiendo los
cuidados de los suyos que, a la vez, respetaban su completo mutismo.
Después de varios
días, tomó su decisión bien mediata.
Distribuyó la mayor
parte de su cuantiosa fortuna entre su padre y sus hermanos, para que las
antiguas diferencias fueran superadas. Evitaba con ello la repetición de
sucesos como el que él había protagonizado.
Volvería a
desaparecer del pueblo. Se iría a América o a algún lugar donde nadie más
supiera su paradero.
No fueron
suficientes los ruegos que sus familiares la dirigían para que permaneciera
entre ellos.
Algunos allegados
afirmaron más tarde que había ingresado en una orden religiosa.
Antes de partir del
pueblo, pidió que le llevasen un trozo de mármol, ya pulimentado.
Descolgó la
empolvada cesta de mimbre donde aún conservaba las herramientas que le
sirvieran para aprender el oficio de marmolista. Sacó de ella el puntero y el
martillo y esculpió con su puño una inscripción en la lápida. Tomando bajo su
brazo la tallada tabla, partió hacia el Cementerio donde, auxiliado de un
albañil, la colocó sobre la puerta de entrada, en el mismo lugar donde ha
permanecido hasta que fue trasladado a su actual emplazamiento.
La inscripción pudo
leerse por las futuras generaciones entre las que me encuentro como receptor
del mensaje que nuestro héroe nos legó. Dice así:
“TODA
LA ESCALA SOCIAL
SE
IGUALA EN ESTA MANSIÓN”.
“LOS
RESTOS NO SE DISTINGUEN
SOLO
POLVO Y LODO SON”.
Historia real acaecida en Olula del Río posiblemente antes de acabar
el siglo XIX. Los nombres no corresponden con los de los personajes reales,
para evitar suspicacias.
DEDICADO A TODOS LOS PADRES PARA QUE SEAN COMPRENSIVOS Y
TOLERANTES CON LOS PROBLEMAS Y ERRORES DE SUS HIJOS.
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