OLULA DEL RÍO
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• Mineros de Somontín. La aventura del jaboncillo.
• Autor: Manuel León González.
• Obra: La Mirada de Almería (La Voz de Almería).
Picaban como cosacos, rodilla en tierra, la piedra noble del talco. Con la petaca de compañera y un pañuelo de franela liado en la cabeza para detener el chorreo de sudor, centenares de somontineros se afanaban, a los pies de la Sierra de las Estancias, en extraer mineral para la industria jabonera.
No había otro talco que se le igualara en España. Se arrancaba blanco-más apreciado- y moreno y en los felices años 40 y 50, cuando la sierra bullía de mineros y arrieros con reatas de asnos cargados con serones de pedrusco para moler, Somontín, un diminuto pueblo almeriense, producía 7.000 toneladas de talco, casi la mitad de lo que consumía la España de la autarquía.
Antonio Azor, Juan Vicente, Juan Rueda, Joaquín Oliver, Antonio el Cañete, Juan Antonio Marín, Juan Oliver, Antonio Resina o Antonio Acosta, fueron algunos de los últimos mineros que subieron a la sierra a sacar el talco, herederos de una estirpe de canteros que se hunde en la noche de los tiempos. A mediados del siglo XIX, Madoz ya narra en su diccionario geográfico “la noble actividad minera que se genera en esta antigua villa de señorío”.
Lo recuerda Antonio Acosta, a sus 76 años: “nos levantábamos temprano, echábamos el capazo y subíamos para arriba, a las minas del Taritratón, a la del “Cerro Venerito o de la Cruz”, cuanto más jaboncillo sacábamos, más ganábamos”. El coto minero, apelado San Sebastián como el patrón del pueblo, tenía unas 100 hectáreas y era propiedad del Ayuntamiento, que arrendaba las demarcaciones y cobraba un canon por la extracción.
Los mineros arrancaban la piedra de los filones, la depositaban en montones y la vendían, en la misma bocamina, a las compañías mineras que pagaban el transporte hasta las fábricas establecidas junto a la Estación de Purchena, donde se molía el jaboncillo y se embarcaba a través de los puertos de Águilas o de Garrucha. La compañía más emblemática que se estableció fue Echevarría y Acosta, que contaba con molino de agua desde 1.924. También operaba “Fábrica Española de Talco” y después de la Guerra aparecieron otros industriales como José Rubio y José Oliver.
El jaboncillo, que era también muy apreciado en sastrería, consiguió borrar la hemorragia de la emigración a América de principios de siglo, que amenazaba con vaciar el pueblo y perder municipalidad. Quien encontraba una buena veta, tenía el pan asegurado para su familia durante muchos meses. Había una competencia feroz entre los picadores, y se procuraba, aunque no se conseguía, guardar el secreto del descubrimiento de un rico filón.
Cuando eso ocurría, corría el aguardiente en las tabernas del pueblo. Los hombres trabajaban horas y horas, alimentándose con una sera de higos o un chusco de pan y longaniza, prendiendo fuego con la yesca a algún cigarro liado, hasta la puesta de sol, inclinada la testuz en agujeros que cada vez eran más profundos, hasta conseguir amontonar un buen roal de mineral para vender. Hasta que llegaba el domingo en que se bañaban, se afeitaban y se iban a la taberna a beber vino y a jugar a la brisca; o aparecían por el frontón a jugar a pelota (deporte nacional de Somontín hasta hace unas décadas).
Con gorra calada y guantes, destacaron en la pista míticos jugadores como “el Albañil”, “el Perdío” o el “Chimeneas”. Las minas se fueron llenando de agua y ya no servían los malacates. Las cuadrillas fueron abandonando la sierra y una buena mañana de 1.984, Antonio “el Cañete” colgó el pico y la pala. Fue el último minero de Somontín. Y…empezó la diáspora: Norteamérica, Argentina, México, Brasil…En los años 60 después de que se agotara el talco, Francia, Cataluña y Alemania.
Juan Sánchez 2.014
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